El viaje del Maynumbí

A los treinta y algo me picó el bichito de la náutica y empecé a pensar en un barquito. Hugo, un primo de Rosario, me informó que allí estaba el barco para mí y allí fui. Me encontré con un motovelero de cinco metros de eslora y aparejo cangreja, con barnices nuevos, el casco de madera plastificado y un viejo motor Citróen.

La familia que vive en Rosario fue a visitarlo a la amarra. Así nomás, de subir y bajar, se abrió el plastificado y el patacho empezó a hacer agua. Ya estaba pago, por lo que nos resignamos a arreglarlo. Limpiamos el casco a fondo, lo calafateamos y lo botamos. No habíamos soltado los cabos que lo unían a la grúa cuando vimos con desesperación que se empezaba llenar de agua: nos habíamos olvidado de cerrar las mangueras - no tenía esclusas- por donde debía entrar el agua para el inodoro, que tampoco tenía.

Lo botamos nuevamente y empezamos a ocuparnos del motor. Luego de casi cuatro fines de semana de lucha conseguimos arrancarle cuatro explosiones seguidas, y nunca más nada. Decidimos utilizar dos fuera de borda para trasladar al Maynumbí a Buenos Aires. Los únicos que se atrevieron a acompañarme en el viaje fueron Rodolfo -que había hecho conmigo un inconcluso curso navegación y tenía todo tan olvidado como yo- y Mario, a quien confiamos la mecánica.


Ibamos totalmente escorados, montados sobre la ola que producía la hélice; en cada curva pasábamos bruscamente al otro lado de la ola, como consecuencia de lo cual se rompía uno de los dos cabos con que nos remolcaban, que era reemplazado inmediatamente por un marinero del arenero. Cuando llegamos a Escobar los corderitos cubrían todo el río, nosotros teníamos casi medio metro de agua dentro del barco y cada vez entraba más rápido. El capitán se asomó al puente y hablando por un megáfono sugirió que nos soltáramos.

La suerte, sin embargo, seguía de nuestro lado. Una lancha maderera nos remolcó a tierra y regresamos a casa en ómnibus. El barco quedó en Escobar. Unos días después fui a buscar el Maynumbí, esta vez acompañado por Juan Carlos, un amigo que trabajaba conmigo. El fin de semana siguiente salí con mis padres, esposa e hija por el Sarmiento. El motor estaba mal puesto y la pala del timón rompió la hélice, me fui contra el muelle del Museo Sarmiento y se abrió un rumbo en proa. Dejamos el barco en un arroyo y volvimos en la colectiva.

Así fue que el Maynumbí fue a parar a uno de los últimos astilleros para barcos de madera que existieron en la zona. Durante más de un año fui casi todas las semanas a visitarlo. Siempre encontraba que algo le habían hecho, claro que muy poco. La explicación era siempre más o menos la misma: "cambiamos esta traca y descubrimos que esta otra no está bien, pero no queríamos seguir sin que usted la viera".

Agradecido por la consideración volvía el fin de semana siguiente, hasta que me cansé y lo vendí en el estado en que se encontraba. Nunca supe si volvió a navegar.

Ninguna otra embarcación me trajo tantos problemas como ésta, pero es la que recuerdo con más cariño, incluso tengo su maqueta sobre mi escritorio. ¿Será porque fue la primera o será cierto que los veleristas somos masoquistas?

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